Ya que sigo recibiendo muchas peticiones para que escriba relatos, hoy os dejo con uno un poco más largo… Si queréis intriga, disfrutar hasta el último instante y, sobre todo, ver cómo puede cambiar la vida en un instante… Tenéis que leerlo… Os enseñará también a ser precavidos con esto de las redes sociales…
No daba crédito, acababa de derrumbarse mi carrera profesional ante mis ojos. El pasado invadió el futuro y nubló todos mis logros en un instante. Ya no era el periodista que había ganado el Pulitzer por un gran reportaje de una drogadicta. Ahora el que parecía un auténtico acabado y enganchado a cualquier mierda era yo…
Apagué el cigarro en el sucio cenicero, expulsé el humo lentamente creando una gran nube blanquecina y miré a mi alrededor. La casa estaba vacía, parecía que se había parado el tiempo. No escuchaba nada en la calle, ni siquiera las risas de los niños en el parque. Intentaba encontrar a un culpable, entender cómo había pasado todo, cómo en un instante tu vida puede cambiar repentinamente. Todavía no sabía cómo había sido posible. Maldecía una y otra vez a Facebook, a Twitter a Instagram y a todos los canales que conectan al maldito mundo, pero sobre todo maldecía a quien había publicado aquellas fotos.
En el fondo sabía que el único culpable era yo. Esas imágenes tenían más de 10 años y en ese momento no di importancia a posar mientras me hacía un tiro en el coche. Estábamos de fiesta, nos divertíamos con eso. Copas, alcohol, coca para aguantar toda la noche y algún porro para dormir lo justo. Daba igual llegar sin haber dormido a un trabajo mal pagado y de dudosa legalidad, lo importante era cobrar algo para disfrutar cada fin de semana, porque para eso, creía, estaba la vida. Qué dieciocho más malgastados… y ahora… qué treinta tan arruinados.
Acababa de recoger el Pulitzer. Estaba orgulloso de mí mismo, no por conseguir el premio en sí sino por haber llegado al fondo de una investigación de lo más laboriosa. Me costó mucho encontrar a un joven que estuviese en tratamiento de rehabilitación y que estuviese dispuesto a dar la cara. A contarlo todo, absolutamente todo.
Tras dos años enteros de investigación, de recaídas de mi principal fuente, de parones, de negativas de los centros de rehabilitación para proporcionarme información y, en ocasiones, al borde de la desesperación, lo logramos. Susana, así se llamaba mi elegida, la que iba a dar vida al reportaje, era una adolescente que había nacido en una familia de clase media. La primera vez que la vi no tenía tan mal aspecto como imaginaba. Las mejillas sonrosadas, los dientes bastante blancos, las uñas limpias… Pero si te fijabas, ese tono cetrino de la piel, las ojeras que rodeaban las cuencas de sus ojos y su extrema delgadez, anunciaban que algo no iba bien.
Tan sólo tenía 17 años y ya estaba enganchada a la coca, a los porros y era una alcohólica de fin de semana. Sus padres la habían denunciado por pegarles, por robarles dinero y por haber cogido su coche siendo menor de edad y sin permiso de conducir.
Susana era un caso perdido. Lo había podido tener todo y, sin embargo, escogió el camino equivocado. Había terminado en un centro de rehabilitación de menores donde, además, recibía una terapia de modificación de conducta. En seis meses ya había evolucionado mucho, pero aún le quedaba recorrer un largo camino.
Al año y medio ya estaba preparada, prácticamente, para contar su historia, para hacer un balance de su situación. Le costaba expresarse con claridad, con concisión. Había dejado los estudios pronto y había buscado un trabajo mal remunerado que le bastaba para pagar sus fiestas y vicios. Sin embargo, poco duraba en los trabajos. La constancia no era su punto fuerte… cuando el entretenimiento tenía que pasar a un segundo plano, ella se negaba y anteponía lo que no debía.
El reportaje conmocionó a la opinión pública, no sólo por lo trágica que era su historia sino por su gran afán de superación. Un camino donde encontró la perseverancia, el respeto y educación. Y gracias a ella, que había salido de un agujero, yo había tocado el cielo.
Tan sólo habían pasado dos días desde que me dieron el Pulitzer e invadí portadas de revistas, periódicos, espacios televisivos… cuando llegué a la redacción y encontré a mis compañeros observando y comentando algo con atención. De pronto se hizo el silencio. Todos me miraban, algunas miradas destilaban compasión, otras, sin embargo, eran acusadoras y decían con sus pupilas dilatadas: ¡traidor!
Violeta, la recepcionista del periódico, me dijo que el jefe estaba esperándome en su despacho. Pronto me di cuenta de que algo no iba bien, pero no tenía ni idea de qué estaba pasando.
Recorrí el diminuto pasillo que dejaba a ambos lados las mesas de los compañeros y, bajo su despectiva, fría y descarada mirada me dirigí al despacho donde sería juzgado, todavía no sabía por qué. Yo no había hecho nada malo, no era Janet Cooke que publicó un reportaje ficticio y, tras ser condecorada con el mismo premio que había recibido yo, tenía que devolverlo; no era Jason Blair que se dedicó a llenar páginas del New York Times de mentiras e invenciones… entonces… ¿A qué se debía todo esto?
Giré el pomo de la puerta, no sin antes detenerme a ver qué podía descubrir a través de esa cortinilla que, a trasluz, dejaba entrever lo que sucedía en el despacho del jefe. Tome aire y entré.
Había más gente de la que creía, no sólo estaba el jefe de redacción y los de planta sino también el gerente y algún cargo tan alto al que ni le había visto la cara hasta ese momento.
En la mesa, fotos mías de cuando tenía 18 años, drogándome, poniéndome hasta el culo. Había una colección importante. De los 18 hasta los 23 no fue la mejor época de mi vida. Quizás, por eso, me impliqué tanto en el caso de Susana. Me recordaba a mí. Había caído en una espiral que, engancha, engancha tanto que no es que sea difícil salir… Es más difícil querer hacerlo, porque lo peor de todo es que te gusta, lo disfrutas y crees que te mereces esa satisfacción.
Pero la ristra de fotografías no acababa en la mesa de madera de nogal que siempre me había parecido fascinante y ahora tan sólo podía verla como un ataúd que mostraba mi muerte secuencia a secuencia. Alcé la vista un poco más… allí estaba todo… en Facebook, donde ya había más de 10.000 comentarios en las fotografías; titulares en Twitter como: “El drogadicto del Pulitzer”, “La rehabilitación encubierta del periodista cocainómano”… y para colmo, alguien se había tomado las molestias de hacer un compendio de mis fotografías, relatar una historia con la voz distorsionada y ponerle una música dramática de fondo para después colgarla en Youtube. Apenas tenía 10 horas de vida y ya era un viral. Salir de ahí era imposible.
Evidentemente mis jefes me pidieron todo tipo de explicaciones, tuve que contarles que mi juventud no fue un camino de rosas, tuve que desnudar mi alma y quitarme la piel a girones para poder recordar algo que había borrado hacía mucho tiempo.
El corazón se me iba a salir del pecho. Era capaz de escuchar cada latido y sentirlo como un puñal que se clavaba en mí cada vez que bombeaba. Parecía incluso que se fuese a parar en cualquier momento, pero no iba a tener la suerte de que eso pasase, así que rompí el silencio y comencé…
“Sólo quería ser periodista. Cometí muchos errores en el pasado, era joven, no tenía una familia que me indicase el camino a seguir… Tampoco acerté con las compañías, claro estaba. Y preferí dejar mi sueño a un lado para vivir el presente. El futuro no se logra de un día para otro, es un camino arduo, largo, con muchos obstáculos y, cuando encuentras que algo te proporciona placer mediante la vía fácil… si no tienes la suficiente fuerza de voluntad, es muy probable que abandones la lucha para alcanzar tus metas y sustituirlas por algo más banal, cercano y sencillo de conseguir. Y eso fue lo que hice. Dejé de estudiar y me puse a trabajar en el primer sitio que me cogieron… el dinero era muy goloso, cobraba poco, pero era mi primer trabajo, no era consciente de ello. No tenía obligaciones, así que lo que ganaba me lo gastaba en juergas y caprichos que, poco a poco, cambiaron a vicios y necesidades más peligrosas. Estaba realmente enganchado. Me di cuenta cuando entre semana necesitaba un tiro de coca para ir a trabajar, unos cuantos porros para conciliar el sueño y, algún que otro trago, para arrancar las palabras que la cocaína me robaba.
Perdí a muchos amigos, veía como ellos avanzaban, conseguían sus carreras, se independizaban, se compraban coches, casas, tenían hijos… y yo seguía ahí… estancado. Me puse en contacto con muchos centros de rehabilitación, miré por internet… pero me daba vergüenza dar la cara y, además, me gustaba bastante cómo me sentía cuando me encontraba en ese estado que consideraba celestial. Sin embargo sabía que antes o después tendría que dejarlo si quería seguir hacia delante y cambiar mi vida.
Ya que no tuve agallas para que me tratasen en un centro, opté por los consejos que ofrecía una psicóloga a través de internet: No volver a ver a las compañías que te incitan a recaer en las drogas, no comprar ningún tipo de sustancia o alcohol a pesar de que te apetezcan, marcarte nuevas metas….
Al principio fue duro, había perdido a personas que merecían la pena y, tampoco quería quedar con los que me comía la noche y parte del día siguiente. Pasé noches en vela, deseando fumar, mañanas en el trabajo en las que tomaba café compulsivamente en busca de esa euforia con la que salía tras ir al baño… Fue horrible. Pero lo logré.
Ahorré dinero, no había tenido presente cuánto me había dejado en una mala vida hasta que me alejé de ella. Conseguí inflar tanto mi cuenta de ahorro como para pagarme la matrícula en la universidad, pero aún me quedaba otro obstáculo por librar… Volver a estudiar para las pruebas de acceso. Ahí me planté yo, con 25 años, con un trabajo mediocre y una cultura escasa deseando ser lo que siempre quise, periodista. Ese año pasó volando, tuve que prepararme muchísimo, iba muy perdido en actualidad, tenía muy pocos recursos de vocabulario… pero dediqué horas y horas a recuperar el tiempo perdido. Cuando quise darme cuenta estaba en el último año de carrera. Fue un abrir y cerrar de ojos.
Había hecho buenos amigos, había conocido a María, mi querida novia y me había alquilado un pequeño estudio en las afueras de Madrid. Estaba feliz y para poner la guinda final, había tenido la suerte de entrar a trabajar en uno de los diarios más prestigiosos de la capital. Sí, en este, en el que ahora estoy contando mi historia”.
Mi jefe estaba perplejo, no daba crédito… no paraba de preguntarme que, cómo era posible que alguien que acababa de ganar un Pulitzer hubiese sido lo que ahora se conoce como un poligonero, un “ni-ni”, un acabado que generalmente suele terminar en la cárcel, traficando o malviviendo.
Yo también estaba sorprendido, pero, en ocasiones, el esfuerzo es la única manera de lograr los sueños. Cualquier persona puede ser lo que desee siempre y cuando no abandone por muy feas que se pongan las cosas o por mucho que se complique en ocasiones el camino.
Un silencio ensordecedor inundó la sala donde estábamos reunidos… Mis jefes decidieron que tenía que dar una rueda de prensa y explicar todo lo que les había contado a ellos. Crearían un reportaje sobre mí, en el que el sensacionalismo conmocionaría a la opinión pública y esa repulsa que habían provocado mis fotografías se convertiría en admiración, en un ejemplo de superación y modelo a seguir. Funcionó. En una semana todo había vuelto a la normalidad. Ahora el tirano era aquél que se había dedicado a buscar en el baúl de los recuerdos para hundir a un trabajador. Sin embargo, nunca se supo quién fue esa persona.
Era realmente patético. Odiaba esa manipulación mediática. Decidí devolver el Pulitzer, no lo merecía, no después de que me lo ganase tras limpiar mi imagen dando pena. La vida en la redacción ya no era igual, los compañeros intentaban mostrar normalidad pero yo sabía que en el fondo sentían lástima, otros sentían vergüenza y, otros, simplemente se regocijaban en el morbo recordando mi historia.
Pasaban los días y, aunque parecía que la sociedad ya había olvidado lo mío y que los medios ahora se dedicaban a difundir otras noticias, yo seguía preguntándome quién habría sido el miserable que publicó aquellas fotografías… Tuvo que perder mucho tiempo, escanearlas, subirlas al ordenador, difundirlas, grabar una voz falsa, montar un vídeo… ¿Tanto me odiaba alguien como para dedicarme tanto tiempo?
Me encendí otro cigarro y decidí dar un paseo. Necesitaba despejarme. Las afueras de Madrid son solitarias los domingos por la tarde… No suele haber mucha gente por la calle, sólo niños en el parque disfrutando de la arena y sus padres, agarrotados en el banco mirando cómo juegan o dejándose los riñones tras los pasos torpes de sus hijos. Fuera de ese contexto, la calle estaba vacía.
Cuando regresé del corto paseo, en el que me fumé otros dos cigarros, me di cuenta de que hacía semanas que no vaciaba el buzón. Tenía facturas, propaganda, cupones descuento… y entre todo eso, una carta en la que no había remitente.
Subí a casa, encendí el flexo que tenía junto al sofá y abrí el misterioso sobre.
“Querido Emilio, probablemente cuando leas esto ya haya pasado todo. Lo primero, pedirte disculpas por tener que haber hecho esto, pero te aseguro que tiene una explicación. Susana, la muchacha de tu reportaje, se suicidó unos días después de que te dieran el Pulitzer. Los rumores que corrían entre los pocos que lo sabíamos es que iban a culparte de su muerte. Ya sabes que los suicidios no salen en los medios de comunicación por pura ética periodística, pero éste en concreto, iba a ser portada y una noticia que iba a involucrarte en algo muy controvertido, te iba a retirar el premio y, por supuesto, iba a manchar nuestra reputación como diario. Tuvimos que buscar una alternativa, algo que sirviera como cortina de humo para distraer a la opinión pública, algo que evitase que esa noticia saliese a la luz y lo logramos. Gracias a María, que fue la que nos facilitó esas fotos que conservabas todavía en uno de los álbumes del trastero, conseguimos la mejor historia que podíamos tener. Ni punto de comparación con la que publicaste sobre Susana. Ha sido todo un éxito que, si lo llegamos a saber, ésta hubiese sido la historia para investigar y premiar. Sin embargo, preferiste mantenerte en silencio y actuar como si hubieses sido siempre la misma persona que conocemos ahora. Está claro que ya no puedes formar parte directamente de este periódico, pero nos serás muy útil como corresponsal en la India, un lugar donde se suele experimentar con humanos, donde la medicina practica con sus “conejillos de indias” y, allí estarás tú, Emilio, para contar todos los datos que remuevan la sensibilidad de las personas. El periodismo es así, un día estás en lo más alto y, otro, tienes que coger el primer vuelo para empezar de cero. A las 8 de la mañana del sábado pasará un coche a por ti. Rogamos tu máxima discreción y que disfrutes en tu nueva andadura. Estaremos en contacto”.
Ahora sí que no daba crédito, María, mi novia, la que era mi confidente, la única que sabía de mi vida me había traicionado, aunque, ella no sería capaz de eso. Seguramente se lo habían pintado muy trágico, necesitaban algo que superase un suicidio tras la publicación de un reportaje y, mi pasado, al parecer, lo superaba con creces.
Nunca había sido consciente del gran poder de manipulación que tienen los medios hasta que fui un auténtico títere de los mismos. Jamás pensé que la información en las redes sociales viajase tan rápido como para hundir y remontar la vida de una persona como una montaña rusa. Estaba totalmente desbordado.
Ya era viernes, el coche pasaría mañana a por mí. Tenía dos opciones, subirme y que me llevase hasta el aeropuerto y terminar en la India, o quedarme y renunciar al periodismo serio. Ahora mi perfil era el de las señoras que se dedican a comentar en la peluquería las desgracias de los famosillos, las bodas y rupturas de los oportunistas televisivos y de las que disfrutan con los cotilleos de los casposos que se suben al carro de la tele.
Abrí la maleta, metí en ella mi dignidad, mi orgullo, un libro de Ryszard Kapuscinski y quemé todos los álbumes de fotos que tenía por casa. Quería borrarlo todo para que no pudiese, de ninguna forma, volver a suceder lo mismo. Me fui a la cama con un vacío tan grande como el que había en la maleta que iba a llevarme. Nada de ropa, ni recuerdos, ni siquiera una foto de mi gran amor, mi traidora, mi María.
Me despertó el sonido de un claxon, debía ser el coche, ya estaba abajo esperándome. Me froté los ojos, tomé aire para enfrentarme a una nueva vida y, de pronto, me di cuenta de que aún tenía el Pulitzer entre mis manos, aún llevaba el traje puesto y la invitación a la gala en mi honor estaba en la mesilla de noche. Había sido la peor pesadilla de mi vida, pero lo primero que hice aquella mañana fue ir al trastero y quemar todas aquellas fotos de cuando tenía 18 años.
No hay comentarios